Influencia y autoridad
En principio parece muy verosímil la suposición de que cuanto menor sea la edad de un hijo, mayor será la autoridad o la influencia de los padres respecto de él. Digo «en principio», porque es mucho lo que depende de diversas circunstancias, como la condición social de la familia, el estado de concordia o discordia de las diversas relaciones familiares, la comunidad o separación de residencia entre los miembros: distintos barrios, distintas poblaciones, colegios internos, o incluso el grado de desarrollo físico en relación con la edad: en los varones, por ejemplo, me parece que pueden contar bastante la talla y la musculatura alcanzadas entre los 15 y los 17 años, y aun me atreveré a decir que especialmente en comparación con las condiciones físicas del padre.
En fin, incluso sin meterme en los avatares de la vida, como los económicos o los de salud, no puedo pretender ser exhaustivo.
La autoridad y la influencia raramente están bien delimitadas; en la relación de los padres con los hijos más bien parece que se superponen en un mismo plano, como en un palimpsesto. Tampoco aquello que las contraría o que se les enfrenta: desobediencia, insumisión o rebeldía, es siempre, de manera unívoca, la misma cosa.
La rebeldía puede presentarse como una manifestación, una protesta coram populo -un populus que en este caso son los padres- en que el hijo reclama y proclama su propia independencia o su derecho a ella. La ambigüedad entre «reclamar» y «proclamar», cuya simultaneidad no creo que parezca inverosímil, dice la ambigüedad objetiva del asunto: se reclama una cosa que todavía no se tiene, aunque a la vez se afirme el derecho de tenerla. Es la fuerza con que se siente o quiere sentirse este derecho lo que tal vez impulsa la palabra hasta el grado de proclama; dado que lo que se proclama ya se tiene, se diría que es el propio esfuerzo del derecho lo que lo eleva a la categoría de hecho, lo que lo cumple como posesión.
Creo que la única forma de rebeldía bien diferenciada sería la que procede sin esfuerzo alguno, o sea una rebeldía totalmente anagónica, indiferente respecto de la opinión o el sentimiento de los padres. De modo que ni siquiera la rebeldía que incluye algún deseo consciente y positivo de contrariar a los padres está suficientemente separada de la rebeldía como manifestación o afirmación de la propia independencia frente a ellos. (Como puede observarse en los secesionistas de una nación, toda autoafirmación tiene que respirar enemistad.)
Hay hijos que cara a cara se muestran más o menos sometidos a los deseos o el parecer de los padres y después a solas, en su cuarto, lo vuelven a pensar y se muerden rabiando los nudillos, indignados contra su vergonzosa sumisión. Otros que, por el contrario, en el diálogo abierto con los padres, expresan a voces su cólera contra las contenidamente pacientes y morosamente razonables consideraciones, intercaladas por brevísimos pero claros estallidos de presión, que tratan de conducirlos, aunque sea arrastrando, hacia una determinada opción de conducta, y luego, ya metidos en la cama, empiezan a sentirse culpables de sus manifestaciones de violencia, y no está dicho que a veces no acaben incluso incubando un fervoroso deseo de inclinarse hacia el pensar y el sentir de sus progenitores; y, en casos como este, ¿quién podría responder a la pregunta de si han sido convencidos o sometidos?
La voz de los padres no podría nunca oírse como la voz virtual que oímos en las páginas de un libro; la analogía con esas voces puede ilustrar la diferencia que media entre la influencia de los padres y la influencia de un autor remoto. A lo cual no hace objeción alguna, sino todo lo contrario, el que un autor pueda llegar a tener una influencia decisiva sobre cualquier lector y cobrar, a su vez, autoridad, puesto que la diferencia entre esta autoridad y la de los padres está en que la del autor es, en principio, racional, en la medida en que es posterior a la lectura y se funda en el contenido y la opinión, mientras que la autoridad de los padres tiene la gratuidad de ser anterior y ajena a cualquier contenido racional. Miguel de Unamuno se indignaba ante aquel dicho castellano que decía: «Contra un padre no hay razón», y no creo no se diese cuenta de que la maldad del dicho no reside más que en consagrar y elevar a imperativo lo que real e inevitablemente ocurre.
Trayendo ahora estas consideraciones a la cuestión del aborto de una muchacha de 16 años, he aquí que el a mi juicio irresoluble entredicho en que nos pone la interpenetración entre influencia y autoridad en la relación de los padres con los hijos viene a tomar a su cargo la dualidad objetiva, material y relevante no sólo por la naturaleza irreversible de lo que se dirime: la alternativa entre la opción del aborto y la del parto y la crianza. La reacción de enfado o de bondad por parte de los padres a la notificación del embarazo no es de temer que tenga mayores consecuencias posteriores si ya desde el principio se da un total acuerdo sobre la decisión. Pero si hay desacuerdo a tal respecto, lo previsible es que haya una notable diferencia entre el que sean los padres o la hija los partidarios de una opción o de la opuesta. Si son los padres los que propugnan el aborto y la hija acaba plegándose a esta opción -ya he dicho que no se puede distinguir, ni tendría mucho sentido hacerlo, si por convicción o imposición- las consecuencias posteriores no parece que podrían ser demasiado graves, aunque nunca se sabe el grado de seriedad y de convicción que pueden alcanzar las representaciones alumbradas por esa especie de autoliteratura a la que son tan dados los adolescentes en especial cuando se sienten descontentos, decaídos o infelices: «¡Si mis padres me hubiesen dejado tener mi hijito como yo quería…!».
Repercusiones futuras bastante más reales y más graves puede tener, por el contrario, el caso en que sean los padres los que hayan defendido la opción de llevar adelante el embarazo y de tener y criar al niño, y al cabo hayan logrado disuadir a la muchacha de su voluntad de abortar -y una vez más repito que excluyo que pueda decirse si por persuasión, convicción, inducción, sumisión, imposición o cualquier otro de los múltiples matices o variantes que, incluso objetivamente, caben entre los extremos-. Esto que los padres habrían al fin logrado probablemente acompañándolo a toda clase de promesas de protección, de hospitalidad, de ayuda económica, y hasta de calor y amor de abuelos hacia su propio nieto, todo esto, en una palabra, como instrumento de disuasión, lo cual se añade por supuesto al crudo hecho en sí de dar a luz y de criar un niño, puede acabar en que determinados hechos o imprevisibles circunstancias de desventura y aflicción lleven a la hija a revolverse rencorosamente contra los padres que le hicieron tener aquel hijo que se le ha vuelto una tremenda y dolorosa carga, una preocupación constante y una responsabilidad cotidiana casi imposible de sobrellevar.
Pero, sea de todo esto lo que fuere, y puesto que no cabe separación posible entre «influencia» y «autoridad» y ambas estén, incluso objetivamente, superpuestas, la palabra más equívoca y, por 1o tanto, más inoperante en esta clase de cuestiones es la palabra «libertad».
Rafael Sánchez Ferlosio es escritor.
Fuente: elpais.com
Source: Junio 2009